domingo, 30 de julio de 2017

Close encounters: kind musician



No soy fan from hell o cuando menos no me considero tal, pero conozco gente deschavetada que hace lo imposible para acercarse a sus ídolos sin importar el precio que tenga que pagar por ello.

Un viejo amigo solía repartir billetes para colarse al backstage y tomarse fotos para el recuerdo. En su álbum tiene fotografías con Jason Newsted, Flea, Alex Lora, Miguel Ríos, Vicente Fernández, Gloria Trevi y La Banda Machos. Le envidié las primeras pero comencé a dudar de él cuando se le dio por fotografiarse con seres tan extraños como siniestros de la música. Lo que inicialmente fueron actos propios de un fan from hell mutaron a acciones de un simple oportunista que invirtió dinero para llenar álbumes que posteriormente lo ayudaran a inventar historias para aderezar sus reuniones familiares.

A Omar, un gran camarada de la universidad, le debo parte de mis conocimientos con respecto al movimiento rupestre y al rock underground, ese que se hace e interpreta con guitarra de palo. Por él conocí la vasta obra de Arturo Meza, e indirectamente, la de Armando Palomas. Un día lo vi en un concierto en el Zócalo (un tributo a Rodrigo González) y de la nada la suerte nos hizo encontrarnos separados por una valla: él entre el público y yo en la zona donde se pasean sin restricciones las secres, gruppies, novias, esposas, colados y fans from hell. “Haz paro –gritó entre la escandalera– quiero tomarme una fotos con Meza y Palomas”. Por motivos propios de los organizadores ni siquiera pude conseguir una pulserita de ingreso para mi acompañante así que muy pronto abandoné aquella zona. Pasó más de una década para volver a encontrarme con Omar, ésta vez en casa del poeta R. Israel Miranda. Supe entonces que su estatus de fan se había elevado a un plano superior: se asoció con algunos amigos y se convirtió en organizador de conciertos del movimiento rupestre (su lugar se llama Sindicato Rupestre). Su plan, aunque a simple vista puede parecer siniestro, tuvo un gran acierto pues en su papel de promotor no sólo aprovecha para estar cerca de sus ídolos musicales sino que contribuye a impulsar la escena rupestre y al mismo tiempo genera trabajo para los músicos que admira.

Conozco un sin fin de anécdotas del mismo tipo, unas más alocadas que otras pero todas con el mismo fin: exaltar la adoración que se siente por algún músico. Lo anterior viene al caso porque yo sin buscarlo he estado cerca de algunos de mis ídolos musicales, desde Fausto Arrellín y Armando Palomas hasta Dimebag Darrell, Ian Scott y Dave Mustaine.

Sin embargo, en todos los años en que he tenido la posibilidad de saludar a algún músico jamás me había ocurrido lo que anoche (esta madrugada, en realidad). En compañía de mi primo y algunos amigos, acudí a un centro de espectáculos llamado El Telón, en Cuautitlán Izcalli, para presenciar el concierto de La Lupita, Las victimas del Dr. Cerebro y La Castañeda, más un novel grupo de ska cuyo nombre no logré aprenderme. Los grupos ofrecieron lo mejor de sí y no creo que haya alguien que pueda contradecirme si afirmo que ha sido un concierto como pocos.


Al final del toquín y con una ronda de cervezas, cortesía de un mecenas, decidimos vaciar los vasos dentro del lugar y con ello evitar que las sagaces y temerarias fuerzas del orden de este municipio, incapaces de contener a la delincuencia pero eficientísimas para detener borrachines, nos vieran como pretexto perfecto para completar su quincena. Así que cómodamente nos recargamos en el escenario y presenciamos, entre otras linduras, como los roadis hacen su chamba desmontando el equipo recién usado; como el personal del local limpia el desorden imperante a causa de las bebidas alcohólicas (en unas horas habrá una función de teatro infantil); como algún siniestro personaje de la seguridad de El Telón le niega las listas de canciones a los fans y a cambio él se las embolsa (si tú, el mamón de gafas oscuras); como azotan las gorditas borrachas en el piso; y como los fans from hell rondan el lugar esperando a que alguno de los músicos asome la cara por ahí.

Y fue en esa dinámica donde repentinamente, a escasos tres metros de nosotros, se encontraba Felipe Maldonado, baterista de La Castañeda, charlando con algunas fans from hell que buscaban un autógrafo y una fotografía. Pues ahí estaba Felipe, pasadas las tres de la mañana, atendiendo con paciencia (y quiero resaltar la palabra paciencia) a cada una de las personas que hacían fila para solicitar una foto, un autógrafo o simplemente, darle la mano.

Pocos músicos tienen ese tipo de detalles y más a una hora en la que probablemente su único deseo consiste en irse a descansar, o en el mejor de los casos, caerle a una after party con el resto del grupo. No lo sé. Así como hay fans from hell, existe la contraparte en los músicos: aquellos que no quieren saber de sus seguidores ni antes ni después de un concierto, ni en la calle, ni en el aeropuerto, ni fuera del hotel, ni en un restaurante, ni en ningún lugar. Siempre existirá el debate en torno a la actitud que debe tener un artista con sus seguidores. Tal vez se trate de un tema difícil de zanjar pero lo cierto es que hay músicos como Felipe que tienen esa vocación (¿cariño?) por lo que hacen y eso incluye sus atenciones al público.

Antes de que Felipe se retirara nos acercamos a él. Sonriente nos abrazó. En nosotros el alcohol ya hacía estragos mayores y en él todavía quedaba una pizca de ganas de charlar. ¿Están bien? ¿Cómo se sienten? ¿No están cansados? ¿de dónde vienen? ¿Cómo van a regresar a casa? Respondimos sus preguntas y la charla se prolongó. En algún momento parecía que nosotros éramos los artistas. Después nos preguntó si nos había gustado la tocada, qué rola nos había latido más, cuál de las tres bandas nos había prendido (y sí, algún impertinente respondió que las Víctimas y por ello escribiré un texto aparte). Volvimos a reír. Después pasamos uno a uno a tomarnos una foto con él. Finalmente nos despedimos. Cuando nos alejamos ya había otras chicas esperando su turno. Felipe no borró la sonrisa y al contrario se tomó su tiempo para darles la misma atención que al resto.

Fuimos de los últimos en salir del lugar gratamente sorprendidos por la actitud de este músico. Al final, en el estacionamiento nos reunimos varios de los asistentes al concierto a beber más cervezas, que por cierto, no sé de dónde salieron. Entre los recuerdos del toquín, los momentos memorables y las anécdotas chucas, todos coincidimos en que Felipe Maldonado es un tipazo y nomás por eso "todos merecemos ir a otra tocada de La Casta". “Pus nos ponemos de acuerdo ¿no?” –dijo alguien a manera de despedida mientras cada cual se dirigía a su automóvil. Permanecimos un momento viendo como se alejaban los que iban hacia Atizapán, lo que iban a Tlalnepantla, los de Ecatepec y un par de chicas que iban rumbo a Querétaro.

Y yo que únicamente me trasladé dos colonias y no tengo sueño, sólo se me ocurrió escribir este texto para agradecerle a Felipe un encuentro cercano más.

viernes, 28 de julio de 2017

Que Dios se los pague



Juanita inicia sus labores a las 4:45 de la mañana: lava un poco de ropa, asea la cocina, prepara el desayuno para sus hijos, arregla un pequeño espacio en la sala que ha acondicionado como lugar de trabajo y se baña. Antes de las 7 de la mañana saca su cámara fotográfica, inversión que ideó su esposo y que en los años recientes le ha ayudado a tener una entrada extra de dinero en casa. Maru, su amiga y vecina, llega antes de las 8. Juntas acomodan el papel fotográfico y preparan una impresora, recargan con tinta los cartuchos y hacen un par de pruebas antes de salir rumbo al Teatro San Benito Abad donde en unas horas se celebrará una ceremonia de graduación de una preparatoria.

Ambas mujeres traen el ánimo a tope pues apenas el día anterior, en el mismo lugar, en un evento similar, tuvieron una venta aceptable de fotografías a pesar de que la competencia estuvo pesada. Si hoy logran vender cuando menos dos terceras partes que lo del día anterior no sólo habrán recuperado la inversión del material y los gastos que implica tener este negocio sino que podrán saldar las deudas acumuladas a lo largo del mes y lo mejor, podrán darse algún lujito extra. Aunque la dueña del negocio es Juanita, sin Maru no podría con todo el trabajo por lo que procura recompensarla con una paga que le ayude a mantener un colchoncito económico lejos de las garras de su esposo.

El teatro San Benito Abad se encuentra auspiciado por la Abadía del Tepeyac y es parte de las instalaciones del Centro Escolar del Lago. Para ingresar hay que pasar cuando menos dos casetas de vigilancia cuya seguridad se relaja cuando el teatro es rentado para eventos privados, como es el caso. Cuando el taxi llega a la segunda caseta –que da ingreso al estacionamiento del teatro el personal responsable les informa que el estacionamiento tiene un costo de $35 y que para ingresar, aunque sea para dejarlas, se tiene que pagar el ingreso. Ambas mujeres deciden bajar y atravesar a pie el estacionamiento. Antes, acuerdan con el chofer un nuevo viaje, ahora de regreso, y para ello intercambian números telefónicos. En su andar rumbo a la entrada se mezclan con los estudiantes y sus familiares que aceleran el paso para agrandar la fila de ingreso. Al igual que el día anterior y que las otras veces que han ido a trabajar a ese lugar, logran su ingreso haciéndose pasar como parte del staff de las escuelas ya sea como profesoras, personal de apoyo y hasta cargadoras. “Tal vez no es lo adecuado pero no estamos haciendo nada malo, sólo intentamos llevar un poco de dinero honesto a la casa”, dice Maru–. “Nunca falta alguien que necesite que le eches una mano para llevar una maleta, un vestuario, unos cables, algo” –completa Juanita mientras el rayo del sol le golpea directo a la cara.

Una vez dentro del teatro comienzan la labor de investigar si hay algún otro fotógrafo y con ellos determinar cómo van a trabajar. “Hay escuelas que llevan a sus propios fotógrafos, sobre todo las escuelas particulares. Es parte de su enorme negocio. Cuando es así sólo tomamos fotos a petición de los muchachos o de los papás. En esos casos la venta es muy baja pero no perdemos. Cuando son escuelas de gobierno nos va mejor aunque en ocasiones la competencia es fuerte pues otros compañeros se ponen abusados y llegan hasta con tres ayudantes, con su cámara cada uno.” En esta ocasión no hay competencia, situación extraña, así que Juanita y Maru ven la oportunidad de tener una venta inigualable.

Apenas comienzan a ingresar los alumnos, las mujeres comienzan su labor: mientras Maru pasa por las filas preguntando a los alumnos si ya les tomaron fotos, Juanita va detectando a las muchachas más vanidosas para hacerles capturas individuales o de grupo. “Afortunadamente nunca me ha fallado esa estrategia y casi siempre vendo esas fotos con muchachitas coquetas. Eso sí, agarro a las que son más cotorras porque hay unas que aunque son vanidosas también son muy fresas y esas rara vez nos compran”. Antes de que ingresen los padres de familia Juanita ya lleva más de doscientas fotografías tomadas y calcula que cien podrán ser impresas. Procura nunca ilusionarse con el dinero que puede generar antes de terminar la venta pero sabe que este día, mínimo, ya tiene asegurados cuatro mil pesos aún y cuando las cosas vayan mal.

Cuando los padres de familia entran al teatro ellas ofrecen el servicio sin distinción. Muchos las rechazan, otros tantos las ignoran, pero los poquitos que aceptan ser fotografiados piden hasta tres capturas. Una vez iniciada la ceremonia Juanita y Maru salen del teatro. Quince minutos antes llamaron al taxista quien les dijo que estaría ahí para recogerlas. Mientras atraviesan de nuevo el estacionamiento Juanita se organiza mentalmente para trabajar coordinadamente mientras imprimen las fotografías (a ella le gusta más la palabra revelar pero está consciente que eso es un proceso diferente y que ellas sólo imprimen). Su trabajo es contra reloj y cuentan apenas con una hora y media para ir a casa, imprimir las fotos, ordenarlas y regresar al teatro. Debido a la restricción para ingresar al estacionamiento acordaron que el taxista las esperaría en la caseta sin embargo, al llegar, el taxista no se encuentra. Maru le marcar al chofer y éste le hace saber que el personal de seguridad no le permitió permanecer estacionado frente a la caseta, y que amenazaron con llamar a la policía si no continuaba su camino. No hay tiempo para esperar otro taxi así que comienzan a caminar rumbo al sitio más cercano que se encuentra a poco más de un kilómetro y del que no tienen el número telefónico. Lo que originalmente les tomaría quince minutos se ha prolongado por más de cuarenta, sin embargo, Juanita sabe que pueden imprimir aunque sea la mitad de las fotografías y regresar a la hora que termine la ceremonia y salvar la venta.

Ya en casa, ambas trabajan a marchas forzadas rogando a Dios que la impresora no les vaya a fallar. Ella es creyente y sabe que el señor está de su lado. Juanita selecciona las mejores tomas y envía las impresiones. Mientras beben un poco de agua y dejan que la máquina haga lo suyo Juanita piensa que es momento de darle mantenimiento a su equipo y le platica a Maru acerca de las bondades que le ha dado este trabajo en los últimos tres años cuando su esposo decidió hacer una nueva familia. No le guarda rencor porque al final él fue quien le enseñó a trabajar.

En menos de una hora logran imprimir cerca de 200 fotografías. Calculan que de no salir en ese momento su trabajo se habrá ido a la basura, las pérdidas económicas serán irreparables y pondrán a Juanita en una situación apremiante, sin contar que Maru no tendrá el dinero con el que piensa salir de algunas deudas. Ambas mujeres cambian la cámara por unas cangureras en cuyo interior hay doscientos pesos de cambio y dos rollos de cinta con las que pegaran las fotografías para exhibirlas. Salen de la casa y paran el primer taxi que encuentran en la calle. El chofer maneja lo más rápido que tiene permitido y en menos de quince minutos están en el teatro. La ceremonia aún sigue lo que les permite separar y acomodar las fotografías. Con la habilidad que han adquirido cortan cinta, pegan las fotos y las van acomodando en la puerta de cristal del teatro. Las mujeres se observan con una mirada de satisfacción y se percatan que la gente ha comenzado a salir. Saben que la labor es titánica. Mary invita a las primeras personas a que busquen su foto.

-        ¿A cuánto las fotos? –pregunta una jovencita.
-        A cincuenta, amiga. ¿Ya te encontraste?
-        Si pero salí fea.
-        Búscate otra vez, a todos les tomo dos.
-        No. A mí sólo me tomó una.

La joven muestra la foto a su mamá quien hace un mohín de disgusto. Tras consultarse mutuamente, la chica regresa la foto y se alejan. Afortunadamente los alumnos han comenzado a reunirse para ver las placas. Cae la primera venta. Una señora encuentra tres fotos de su hija, pregunta el costo y pide una rebaja. “Es que sólo traigo cien pesitos”. Al final no se lleva ni una. Otra persona encuentra dos y paga sin regatear. Es apenas el comienzo, las mujeres saben que así es el negocio.

Repentinamente se percatan que ya hay un mar de gente observando a las fotos. Saben que ese momento es el bueno para ellas y se preparan para no perder detalle. “Hay gente bien abusada que levanta las fotos y con el pretexto de enseñárselas a alguien se las llevan sin pagar, así que una tiene que estar a las vivas para cobrar y la otra para que no se nos vayan” –comenta Maru. Una chica del staff del teatro se presenta con Juanita y le pide su permiso para vender las fotos. Le hace saber que la venta está prohibida en ese espacio pues es propiedad privada. Juanita le hace saber que vienen con la escuela y que las fotos se tomaron a petición de los muchachos y sus papás. Pero la mujer, cuya juventud no empata con su nivel de prepotencia, comienza a arrancar las fotografías de la puerta. La gente se mantiene a la expectativa, Juanita trata de negociar, Maru se desconcierta y los muchachos graduados comienzan a reclamar que en las fotos que lleva la mujer va alguna suya. No hay lugar a la negociación: la chica se comunica por radio con los guardias de seguridad quienes de inmediato se mueven de la caseta que está a la distancia para acercarse al epicentro del problema. Juanita trata de recuperar sus fotos al tiempo que intenta alguna venta. En ese instante la chica por descuido o por maldad, nadie lo sabe, deja caer las fotos en un bote de basura. Juanita reclama airadamente mientras un hombre trata de mediar en la situación. La chica le exige al hombre que no se meta pues el teatro es propiedad privada y el asunto es entre ella y la señora. La gente levanta la voz. Maru logra vender un par de fotografías antes de que los guardias lleguen a levantar las fotografías. Uno de ellos les pide salir del espacio y las acompaña a la caseta en una acción francamente humillante. La gente camina detrás de ellas y ya en el estacionamiento, donde los rayos de sol golpean sofocantes, las mujeres colocan las fotografías en el suelo pero de inmediato lleguen cuatro o cinco guardias y comienzan a levantar las fotos. La gente pide un poco de comprensión pero no hay manera de negociar con ellos. Todavía algunos muchachos piden ver las fotos: “préstemelas para buscarme”. Juanita hace tres montoncitos y se las ofrece a los muchachos quienes comienzan a pasar las fotografías. Los guardias le hacen saber que eso también está prohibido y les exigen que salgan del lugar, que las ventas sólo pueden concretarse saliendo de la última caseta, la que está a un kilómetro. Uno de los guardias arrebata las fotografías a los jóvenes quienes le reclaman ya con altisonancias. “Llama a una patrulla” –ordena éste a su compañero–. La gente comienza a dispersarse y Maru y Juanita son escoltadas hasta una zona despoblada a medio kilómetro de la caseta.

Cuando pasa algún carro ellas ofrecen las fotos pero nadie se detiene. A la distancia quienes las escoltan se comunican por radio con el sujeto que se encuentra en la caseta. Éste ya las espera y al verlas las invita a salir. El trato que ambas reciben es indignante.

*   *   *

Andrea me pide esperar a las señoras. Es que me tomaron una foto y la quiero de recuerdo. Pasan quince minutos antes de que el sujeto que está en la caseta vaya en dirección a donde dos mujeres caminan en silencio. El hombre levanta el brazo indicándoles la salida como si ésta no fuera evidente. Desde el automóvil, levanto el brazo para indicarles que las estamos esperando. Bajamos y les decimos que queremos una foto. Juanita trata de esbozar una sonrisa pero al decir las primeras palabras su voz se quiebra y dos lagrimones le cortan el rostro. Maru se mantiene en silencio, observando. Andrea toma las fotografías y con calma examina una por una mientras platico con Maru sobre lo ocurrido. Juanita interviene y me narra lo complicado que ha sido ese día, la cantidad de material invertido y la incertidumbre de no saber cómo podrán recuperarse.

Andrea encuentra su fotografía pero la placa además de ser de las imágenes que salieron borrosas, se encuentra maltratada. Tal vez fue de las que se fue al bote de basura o de las que los guardias arrebataron a los otros muchachos. Andrea les hace saber que la entrega de documentos fue simbólica y que en una semana tienen que ir a la escuela recoger sus certificados. “vaya ese día y con suerte vende sus fotos, señora.” Juanita se seca las lágrimas y le dice a Andrea que le agradece la información y que se lleve la foto. “No te la puedo cobrar, sería un robo porque está borrosa y maltratada.”

La empatía con las mujeres se acrecienta y permanecemos unos minutos más con ellas, en silencio. Apoyo moral. Juanita se seca las lágrimas y se despide: “que Dios se los pague, siempre y cuando no sea el Dios en el que creen los que trabajan en este santo lugar”, dice mientras echa una última mirada a la caseta antes de darle la espalda y comenzar su camino.

Nosotros permanecemos en silencio con un nudo en la garganta. Me prometo no regresar a ese lugar. No cuando menos por voluntad propia. Enciendo el motor y conduzco por la avenida dejando atrás a las mujeres quienes nos dicen adiós con la mano.