jueves, 20 de abril de 2017

El café del unicornio


Igual que muchos de ustedes vivo cerca a un Starbucks. Lo anterior no tendría relevancia de no ser porque este sitio se encuentra poblado habitualmente por la misma fauna: una señora que únicamente despega la mirada de su libro cuando pasan frente a ella jóvenes entre los dieciséis y veintinueve años, de cuerpo atlético; cuatro estudiantes que imagino universitarios, despatarrados frente a un ipad, hablando pendejadas que son festejadas con carcajadas fingidas; un calvo cuyos cabellos restantes intentan ser un peinado punk pero lo hacen parecer más un xoloitzcuintle; los dos amigos del calvo, en eterna actitud mirrey; un hombre con muletas que a leguas se nota que no tiene un duro pero al que jamás le falta un trago en su mesa; y dos señoritas a las que uno puede localizar de 10:30 a 14.50 horas y que concluyo han adoptado aquel lugar como su despacho pues en más de una ocasión las he visto detallando presupuestos con diferentes personas.

A decir verdad poco me interesa que esos personajes gasten su dinero en ese sitio o que sencillamente lo hayan adoptado como parte de los accesorios que necesitan para sentir pertenencia a una clase social que todos los días puede sentirse pudiente. Y es que lo he comentado en ocasiones anteriores: basta estudiar la forma en que se han modificado sus ridículas poses en apenas unos meses para entender que la sociedad y sus centros de consumo son dos peligrosas prostitutas a las que no puedes darles ni todo el dinero, ni toda tu atención.

El caso es que hoy tuve la necesidad –como ocurre cada tercer día- de pasar por aquel local sólo para encontrarme con la novedad que la señora cougar, los jóvenes universitarios, el calvo xoloiztcuintle y sus amigos mirreyes, el hombre de las muletas y las señoritas godínez fueron brutalmente desterrados de su centro de reunión aspiracional gracias a una turba de estólidos personajes que se enteraron –gracias a las redes sociales– que la cafetería pondría a la venta una bebida cuyo único prodigio consiste en tener colores que al parecer cambian en la medida en que lo vas consumiendo. No lo sé de cierto. ¡Diablos! –me dije asombrado–, ¿todo este revuelo por un maldito café de colores? Pues sí. Como lo dije anteriormente: la sociedad y sus centros de consumo son dos peligrosas prostitutas a las que les basta guiñarte un ojo a través de su madrota (las redes sociales) para armar un desorden. Desde que este local abrió sus puertas, hace ya unos años, nunca había visto una fila tan larga conformada por una legión de niños, jóvenes y ancianos, en su mayoría con dispositivo móvil en las manos.

Fue imposible pasar frente al lugar y no sentirse atraído a preguntar si el señor Alfredo del Mazo o la señora Josefina Vázquez Mota –ambos en aguerrida campaña electoral– se encontraban dentro de la cafetería regalando miles de millones de pesos ya fuera en forma de despensas, en tarjetas de débito, en efectivo o sencillamente, en productos de alto contenido hipercalórico capaces de provocarle al consumidor una diabetes instantánea. No –me dijo un hombre de tremenda panzota, bermudas y playera sin mangas– es que están vendiendo el café del unicornio.

     -        ¿Cómo es el café del unicornio? –pegunté más por joder que por disiparme la duda y de paso, para evitar la carcajada.
     -        Pues no sé, mi hija y mi esposa lo vieron en el feis y venimos a ver qué tal.
     -        ¿O sea que no sabe qué es lo que viene a comprar?
     -        Pues la verdad no. Es la primera vez que vengo al Starbucks... para que no le cuenten a uno, ¿no?

Me despedí del hombre y con la mirada fui recorriendo la fila. Me arrepentí de no haber llevado conmigo el teléfono para tomar una foto y posteriormente, analizar con calma a ese séquito de vertebrados.

Como mis labores lo exigen tardé alrededor de una hora y media en terminar con la misión a la que fui encomendado. Al regresar a casa imaginé que la fila ya se habría acortado pero aquel pensamiento estuvo muy alejado de la realidad. El sol golpeaba con toda su furia y la gente, lejos de haberse retirado, había provocado no sólo el incremento de la fila sino también que se suscitaran algunos conatos de bronca, como me lo platicó mi amigo Pablito.

      -        Dos señoras se agarraron a putazos bien chingón...
      -       ¿y eso?
      -        ...porque una metió como a cinco personas, chavillas todas, pero las que estaban atrás le reclamaron y se armaron los chingadazos.
      -        ¿Y tú, qué onda? ¿A poco ya eres cliente?
     -        No, sólo vine a probar el frapé unicornio. Dicen que sabe bien culero. Algunos de los que han salido dicen que no tiene chiste, que sabe a químicos pero yo digo que hay que probarlo, ¿no?

Me despedí de mi amigo y caminé unos metros sólo para descubrir al joven calvo punk xoloiztcuintle y sus amigos mirreyes, exigiendo su derecho a pasar como si se tratara del antro de moda. Querían hacer valer su derecho de clientes permanentes. La empleada de la cafetería les insistía que se formaran mientras repartía unas fichitas a quienes estaban en la fila.

     -        ¡Qué manchada, amiga! Si ya nos conoces –dijo uno de los mirreyes.
     -        Somos clientes, ¿no? –secundó el joven xoloitzcuintle
    -        No puedo hacer nada, es que estamos rebasados. Mira, la gerente hasta ordenó que demos fichas. Y no hay lugar adentro.
     -        Si, ya vimos que nos ganaron nuestros lugares.
     -        ¡Qué manchada, amiga!

Los tres se retiraron ‘desinflados’ hacia un coche estacionado a unos metros. Me mantuve estudiándolos unos minutos. Algunos de sus conocidos llegaban a saludarlos y se retiraban; otros de plano les hacían burla: qué pasó, pap’s ¿ya no los dejaron entrar? –gritó con sorna un cuarentón cuya voz fingida buscaba llamar la atención–. Las risas, incluso desde la fila, fueron unánimes.

Decidí regresar a mi casa lo antes posible. En una peletería cercana se encontraban las señoritas godinez atendiendo a una persona. El destierro parecía no haberles hecho mella en el ánimo laboral. Afanosas, detallaban presupuestos a una gorda que ya traía un frappuccino unicornio en las manos.

No cabe duda que la sociedad y sus centros de consumo son dos prostitutas muy peligrosas. Qué bueno que hace un tiempo evito los guiños del placer a la menor provocación. Sobre todo cuando se trata de hacer fila.