No
he sido fanático de los teléfonos celulares ni siquiera cuando fueron una
novedad social y se pusieron al alcance de todos. Lo que para dos tercios de la
humanidad representó una red de ventajas relacionadas con la comunicación para
mí sólo fue un pretexto para darle en la madre a mi privacidad que entonces
llevaba virgen veinte años.
Desafortunadamente
todo se arruinó cuando un pariente desechó su primer celular. Se trataba de un
Qualcomm QCP 2760 cuyo aspecto de memela se revaloraba al desplegar una pequeña
antenita que tenía el prodigio de hacerte sentir en la era de los Supersónicos.
El teléfono pasó a mi propiedad sin que yo lo pidiera. Fue un acto bondadoso de
sucesión de derechos que apeló a un sin fin panoramas catastróficos sobre los
que nunca había centrado mi atención. Atropellamientos, infartos
cardiovasculares, viajes imprevistos, incendios, choques, volcaduras, clavículas
dislocadas, más otra veintena de infortunios me hicieron caer en el garlito.
La
primera consecuencia fatídica de tener teléfono celular llegó de inmediato: me
volví un sujeto localizable. ¿Dónde estás? ¿Con quién? ¿A qué hora llegas?, se
convirtieron en las tres preguntas más desagradables de mi existencia. A eso se
sumaron decenas de misiones que tuve que cumplir gracias a la mala memoria de
personas cercanas. Afortunadamente el destino quiso que la memela con antena
desplegable cayera de una altura considerable y terminara hecho trizas. Siete
meses después me liberé del calvario de tener teléfono celular.
Volver
a la normalidad me costó trabajo pero así son las adicciones. Sin embargo nada
se comparaba con la posibilidad de volver a estar libre. Entonces, vinieron los
infortunios: un par de accidentes caseros menores, un malentendido para
concretar el horario de un vuelo y un percance automovilístico. Reconsideré
volver a tener un celular.
A
mis manos llegó un Nokia 3310. Un teléfono tan grande y pesado que bien podía
salvarte en una pelea callejera. Ese teléfono fue considerado el arma perfecta
para provocar lesiones craneoencefálicas si se lanzaba emulando un ladrillo.
Todo un peligro. Además de sus propiedades bélicas este aparato fue el
precursor del juego de la viborita que resultó un parte aguas en el uso de
teléfonos celulares pues además de tener la cualidad de recibir llamadas y
mensajes de texto también emulaba un juego de Atari 2600. La adicción a tener
teléfono celular cambió sus formas pues recibir llamadas se degradó a un plano
inferior. La gente prefirió enviar mensajes por su bajo costo en relación con
una llamada. Mantuve ese teléfono alrededor de seis meses. Un imprevisto viaje
a San Luis Potosí y mi improvisado empleo como representante de un conjunto de
música norteña provocaron que el Nokia se quedara en la bolsa de una cantante
de música duranguense. Después de aquel ridículo episodio preferí mantenerme en
el anonimato un buen tiempo.
Una
necesidad laboral me llevó a comprar un Nokia 5310 XpressMusic. Por vez primera
sentí atracción por un teléfono celular. ¿Teléfono? Si bien gasté groseras
cantidades de dinero en llamadas y mensajes de texto, me divertí con el juego
de la pelotita y tomé fotografías para llenar cientos de álbumes, lo más
importante de ese teléfono fue la posibilidad de almacenar cientos de canciones
que me sirvieron de terapia durante las horas nalga cultivadas en el tráfico
provocado por la construcción de los segundos pisos en la ciudad. Por vez
primera sentí una extraña necesidad por no separarme del teléfono, por sacarlo
a la menor provocación y por darle mayor importancia a él en lugar de a las
personas que me rodeaban. El fenómeno no fue exclusivo en mi persona. Se volvió
común comenzar una charla con una persona y al mismo tiempo, cada uno, estar
atento al celular. Telefonitis, solía llamarle una compañera de trabajo que
odiaba charlar con quienes tenían el celular en la mano. Debido a su frágil
diseño este aparato me duró apenas un año antes de que mi humanidad se postrara
encima de él terminando así con su existencia. En un nuevo acto de entereza
decidí no comprar un nuevo teléfono durante un tiempo.
A
partir de ese momento dejé de considerar a los teléfonos celulares como algo
indispensable en mi vida. Fortuitamente cayeron en mis manos un Zonda (sólo
para recibir llamadas y mensajes de texto) y un Alcatel Pop en el cual padecí
la adicción al Whatsapp por parte de mis contactos quienes al mismo tiempo
reafirmaron mi enemistad con esos aparatos.
En
julio de 2015 el Alcatel murió de manera natural debido al uso rudo que le
otorgué durante un par de años. Pasaron cuatro meses para que me animara a
comprar un Samsung E1205. En ese tiempo reencontré a viejas amistades que deteriorados
por su adicción al celular intentaron convencerme para que me hiciera de un
Smartphone. Sus argumentos de convencimiento oscilaron entre pertenecer a
grupos de Whatsapp, recibir video llamadas y no gastar tanto en llamadas
convencionales. En todos los casos medió un argumento tramposo que amenazaba
con mantener el contacto o no perderlo más. ¿Quién le dijo a esos personajes
que después de veinticinco años pretendía mantener la comunicación con ellos?
Afortunadamente
el tener un teléfono viejito logró que aquellos no interesados en mí se
alejaran pronto. Soy de esos que creen que el valor de una amistad radica
pequeñas muestras que no requieren grandes esfuerzos pero tampoco se valen de
vulgares facilismos generados por la tecnología. Se han cumplido diecinueve
meses desde que adquirí ese teléfono y el contador de llamadas aún no se
satura, es decir, las llamadas que he recibido han sido suficientes y
adecuadas. Por lo anterior mi vida se encuentra instalada en el sitio adecuado,
ese que no requiere de ciertas tecnologías para sobrevivir. Desafortunadamente,
temo que pronto tendré que desplazar el Samsung por un teléfono de esos
delicaditos. Ya les contaré la historia...