miércoles, 5 de octubre de 2016

Pistoleros famosos



Llegó una edad en que las vacaciones en el pueblo de mis abuelos dejaron de ser divertidas. Los chicos con los que solía jugar a la pelota, con quienes aprendí a cazar tlacuaches a pedradas y de los que aprendí el significado de la palabra desmonte, habían partido a los Estados Unidos. Los pocos que permanecían en el pueblo pasaban las tardes dentro del depósito de cerveza de La Cobija, un sujeto con aspecto de mafioso cuya memorabilia de Los Bukis es la más grande que hasta hoy haya conocido. Llegó esa edad en que mientras todos tomaban cerveza y comenzaban a sufrir los estragos de los primeros amores yo sólo buscaba pretextos para no salir de la casa y aceptar que los tipos de mi edad se habían convertido en hombres.

Fue en ese tiempo en que disfruté por primera vez una película de Mario Almada: El tunco Maclovio, que contaba además con la participación de Julio Alemán, ídolo de juventud de mi madre. No logro recordar si fue gracias a ella que me vi obligado a sentarme a ver aquella historia de vaqueros de la que entendí nada pero que me mantuvo en paz durante un par de horas pensando en que afuera, en las calles terregosas de un pueblo de San Luis Potosí, alguno de esos vaqueros que pasaba frente a la casa de mi abuela, debía alguna vida.

Samuel, El Melón, fue el único en conmiserarse de mi situación y de compartir aquel aburrimiento lozano. Era lo malo de ser tan chicos para beber cerveza y aún más, para entender los misterios del desamor. Así que lo único que se nos ocurrió fue que yo le diera mi dinero para que él pudiera abrir una cuenta en el novel Videocentro del pueblo pero que en nada se asemejaba al enorme video club cuyas franquicias pululaban por la ciudad. Con horror descubrí que los estrenos de ese cuchitril de diez metros cuadrados eran películas de matones a sueldo, de señoritas que manejaban tráileres, de cabareteras venidas a menos, de vaqueros que no incluían a John Wayne o Clint Eastwood y cuyos títulos, casi siempre, hacían referencia a canciones que ni por asomo yo me atrevía a escuchar entonces.

Había en la cara del Melón una emoción que me hizo desistir de la idea de pedirle mi dinero y salir corriendo a comprarme una resortera para apedrear a las gallinas de las vecinas. Resignado, caminé hasta la casa de mi amigo y gracias a la Súper Betamax que recién había traído su hermano del otro lado, conocí las historias de La banda del Carro Rojo, de Emilio Varela vs Camelia la Texana, de los Pistoleros Famosos, de Los cuates de la Rosenda, de La Muerte del Chacal, de La jaula de oro, del Tres veces mojado, de los Agentes federales y por encima de todas, la historia de Pedro, el de La camioneta gris, canción de los Tigres del norte que juro comencé a disfrutar enormemente a partir de ese día.

Entonces aprendí que el Melón no sólo era un buen anfitrión (que se desvivía en ofrecerme botanas y refrescos que liquidaran cada centavo de lo invertido en la suscripción y la renta adelantada de veinticinco películas) sino también un excelente conocedor de esas historias lo cual a mí me ayudó a tener un panorama más amplio sobre ese cine y que comencé a disfrutar gracias a sus acotaciones, comentarios y sobre todo a su contagiosa emoción que provocó que días después, ya de regreso en la ciudad, me dedicara a buscar las canciones por las que existían esas películas.

Casi olvido mencionar que no siendo el protagonista en muchas de esas cintas, Mario Almada apareció en todas. No fue difícil ubicarlo y menos aprenderme su nombre. Reconozco que su fulgor me fue indiferente por mucho tiempo hasta que coincidí con personas que al igual que el Melón se emocionaban con sus películas, las repasaban e incluso discutían sesudamente, al calor de unas cervezas, acerca de los personajes que interpretaba.

En alguna ocasión que acompañé a un viejo amigo paramédico de la Cruz Roja a botear en apoyo a la colecta anual de esa institución, un revuelo tremendo se hizo entre quienes nos encontrábamos en la caseta de Tepotzotlán: el mismísimo Mario Almada se bajó de su camioneta y depositó billetes en cada uno de los botes de los jóvenes que lo rodearon para pedirle un autógrafo. En aquellos días no había teléfonos con camaritas que perpetuaran los instantes de suerte así que un simple bolígrafo y una hoja de papel resultaron suficientes testigos del suceso. Tras atender con amabilidad casi paternal a cada uno de los que se acercaron a él, se disculpó y caminó hasta unos sanitarios cercanos donde por espacio de cinco minutos mantuvo a todos intercambiando opiniones acerca de su persona. Yo me había mantenido a la distancia, casi indiferente a las pleitesías que le rindieron policías, paramédicos, automovilistas y vendedores. De pronto mientras Juan Carlos me decía que el hombre se veía igualito que en las películas Don Mario se paró detrás de nosotros y con ese acento característico nos dijo: ¡Ah, chirrión, creo que ya perdí mi camioneta! ¿No vieron dónde la dejé, jóvenes? De inmediato Carlos, que a la fecha sigue siendo un sujeto servicial a pesar de ser un médico muy cotizado, se ofreció a llevarlo hasta donde su chofer ya lo esperaba para continuar su camino. Sin decir más, Don Mario sólo se tocó el sombrero a manera de despedida y caminó detrás de mi amigo quien duró semanas platicando entre amigos y familiares aquel encuentro fortuito.

Hoy me entero que murió Don Mario Almada a quien particularmente recuerdo por tres películas: Tres veces mojado, una joya si se trata de retratar con sapiencia el problema de la migración que hoy tanto preocupa a los republicanos gringos; Pistoleros famosos, de la que aprendí que no todos los bandidos son malandros, o bien, que la realidad superó en todo su horror a la ficción; y La camioneta gris donde don Mario interpreta al padre de un narcotraficante que sin embargo, antepone su deber como policía cosa que hoy es impensable entre quienes optaron por ese oficio.

Hace ya un tiempo que no veo una película de Mario Almada y a decir verdad no me atrevería a ver alguna si no fuera porque a partir de este texto recordé algo que había borrado de mi memoria: el día que dejé de ser un niño para convertirme en un coleccionista de historias.