Llegó
una edad en que las vacaciones en el pueblo de mis abuelos dejaron de ser
divertidas. Los chicos con los que solía jugar a la pelota, con quienes aprendí
a cazar tlacuaches a pedradas y de los que aprendí el significado de la palabra
desmonte, habían partido a los Estados Unidos. Los pocos que permanecían en el
pueblo pasaban las tardes dentro del depósito de cerveza de La Cobija, un
sujeto con aspecto de mafioso cuya memorabilia de Los Bukis es la más grande que hasta hoy haya conocido. Llegó esa
edad en que mientras todos tomaban cerveza y comenzaban a sufrir los estragos
de los primeros amores yo sólo buscaba pretextos para no salir de la casa y
aceptar que los tipos de mi edad se habían convertido en hombres.
Fue
en ese tiempo en que disfruté por primera vez una película de Mario Almada: El tunco Maclovio, que contaba además con la participación de Julio Alemán, ídolo de juventud de mi
madre. No logro recordar si fue gracias a ella que me vi obligado a sentarme a
ver aquella historia de vaqueros de la que entendí nada pero que me mantuvo en
paz durante un par de horas pensando en que afuera, en las calles terregosas de
un pueblo de San Luis Potosí, alguno de esos vaqueros que pasaba frente a la
casa de mi abuela, debía alguna vida.
Samuel,
El Melón, fue el único en conmiserarse de mi situación y de compartir aquel
aburrimiento lozano. Era lo malo de ser tan chicos para beber cerveza y aún
más, para entender los misterios del desamor. Así que lo único que se nos
ocurrió fue que yo le diera mi dinero para que él pudiera abrir una cuenta en
el novel Videocentro del pueblo pero
que en nada se asemejaba al enorme video club cuyas franquicias pululaban por
la ciudad. Con horror descubrí que los estrenos de ese cuchitril de diez metros
cuadrados eran películas de matones a sueldo, de señoritas que manejaban
tráileres, de cabareteras venidas a menos,
de vaqueros que no incluían a John Wayne o Clint Eastwood y cuyos títulos, casi
siempre, hacían referencia a canciones que ni por asomo yo me atrevía a
escuchar entonces.
Había
en la cara del Melón una emoción que me hizo desistir de la idea de pedirle mi
dinero y salir corriendo a comprarme una resortera para apedrear a las gallinas
de las vecinas. Resignado, caminé hasta la casa de mi amigo y gracias a la
Súper Betamax que recién había traído su hermano del otro lado, conocí las
historias de La banda del Carro Rojo,
de Emilio Varela vs Camelia la Texana,
de los Pistoleros Famosos, de Los cuates de la Rosenda, de La Muerte del Chacal, de La jaula de oro, del Tres veces mojado, de los Agentes federales y por encima de todas,
la historia de Pedro, el de La camioneta
gris, canción de los Tigres del norte que juro comencé a disfrutar
enormemente a partir de ese día.
Entonces
aprendí que el Melón no sólo era un buen anfitrión (que se desvivía en
ofrecerme botanas y refrescos que liquidaran cada centavo de lo invertido en la
suscripción y la renta adelantada de veinticinco películas) sino también un
excelente conocedor de esas historias lo cual a mí me ayudó a tener un panorama
más amplio sobre ese cine y que comencé a disfrutar gracias a sus acotaciones,
comentarios y sobre todo a su contagiosa emoción que provocó que días después,
ya de regreso en la ciudad, me dedicara a buscar las canciones por las que
existían esas películas.
Casi
olvido mencionar que no siendo el protagonista en muchas de esas cintas, Mario
Almada apareció en todas. No fue difícil ubicarlo y menos aprenderme su nombre.
Reconozco que su fulgor me fue indiferente por mucho tiempo hasta que coincidí
con personas que al igual que el Melón se emocionaban con sus películas, las
repasaban e incluso discutían sesudamente, al calor de unas cervezas, acerca de
los personajes que interpretaba.
En
alguna ocasión que acompañé a un viejo amigo paramédico de la Cruz Roja a botear en apoyo a la
colecta anual de esa institución, un revuelo tremendo se hizo entre quienes nos
encontrábamos en la caseta de Tepotzotlán: el mismísimo Mario Almada se bajó de
su camioneta y depositó billetes en cada uno de los botes de los jóvenes que lo
rodearon para pedirle un autógrafo. En aquellos días no había teléfonos con
camaritas que perpetuaran los instantes de suerte así que un simple bolígrafo y
una hoja de papel resultaron suficientes testigos del suceso. Tras atender con
amabilidad casi paternal a cada uno de los que se acercaron a él, se disculpó y
caminó hasta unos sanitarios cercanos donde por espacio de cinco minutos
mantuvo a todos intercambiando opiniones acerca de su persona. Yo me había
mantenido a la distancia, casi indiferente a las pleitesías que le rindieron
policías, paramédicos, automovilistas y vendedores. De pronto mientras Juan
Carlos me decía que el hombre se veía igualito que en las películas Don Mario
se paró detrás de nosotros y con ese acento característico nos dijo: ¡Ah,
chirrión, creo que ya perdí mi camioneta! ¿No vieron dónde la dejé, jóvenes? De
inmediato Carlos, que a la fecha sigue siendo un sujeto servicial a pesar de
ser un médico muy cotizado, se ofreció a llevarlo hasta donde su chofer ya lo
esperaba para continuar su camino. Sin decir más, Don Mario sólo se tocó el
sombrero a manera de despedida y caminó detrás de mi amigo quien duró semanas
platicando entre amigos y familiares aquel encuentro fortuito.
Hoy
me entero que murió Don Mario Almada a quien particularmente recuerdo por tres
películas: Tres veces mojado, una
joya si se trata de retratar con sapiencia el problema de la migración que hoy
tanto preocupa a los republicanos gringos; Pistoleros
famosos, de la que aprendí que no todos los bandidos son malandros, o bien,
que la realidad superó en todo su horror a la ficción; y La camioneta gris donde don Mario interpreta al padre de un
narcotraficante que sin embargo, antepone su deber como policía cosa que hoy es
impensable entre quienes optaron por ese oficio.
Hace
ya un tiempo que no veo una película de Mario Almada y a decir verdad no me
atrevería a ver alguna si no fuera porque a partir de este texto recordé algo
que había borrado de mi memoria: el día que dejé de ser un niño para
convertirme en un coleccionista de historias.