Mi
relación con las instituciones bancarias nunca ha sido sana pero en los últimos
años ha empeorado a un grado enfermizo. La idea de pisar una sucursal
únicamente para ir a recoger el producto económico de mi trabajo, me parece tristísima. Ya tengo bastante con soportar lo que hago para ganarme la vida como para todavía tener
que hacer una fila para recoger mi dinero. Así es la méndiga modernidad.
Algún
día me sugirieron aperturar (palabreja
que primero me parece mamalona, y luego lamentable) una cuenta de débito para
que pudiera evitarme la crueldad de hacer fila en los bancos. Como poseo la
extraña cualidad de hacerle caso a todos esos pelagatos que parecen más inteligentes
que yo, no dudé en dirigir mis pasos al banco más cercano y con ello dar
solución al problema número uno de mi existencia.
Una
vez ahí, un joven con peinado de morita y lentes de pasta color blanco, me
recibió gustoso. Tras preguntarme con amabilidad qué demonios deseaba un
desarrapado como yo en un recinto como ese, me obsequió un turno y me envió a
una fila compuesta por gente de la tercera edad que se quejaba por el indigno
trato. En ese momento preferí fingir sordera y poner mi existencia en color
rosa. Después de cuarenta minutos que me parecieron una temporada en el cuarto
círculo del infierno de Dante, una señorita buenona me invitó a pasar a su
cubículo donde escuchó con cierta desesperación el motivo que me tenía lloriqueando
frente a ella. ¿Lleva prisa, Señor? Aperturar su cuenta
nos tomará unos minutitos. Como respuesta le ofrecí la
mejor de mis sonrisas y me resisgné a ser timado nuevamente.
Luego
de someterme de forma imperturbable a una indagatoria casi judicial en la que sorpresivamente
también se me preguntó la dirección donde se escuchó mi primer llanto, la
buenona me entregó el equivalente a un kilo de impresiones que me ordenó leer,
entender y posterioremente firmar, si es que estaba de acuerdo con lo
estipulado. Me arrepentí de no haber pagado por el curso de lectura rápida que promete
el don de leer una enciclopedia en medio día, así que apenas eché una ojeada a cada
hoja y fingiendo la misma seguridad que Bruce Willis cuando va a salvar el
planeta, firmé todas las hojas.
Con
mi tarjeta en mano y esperando cual godínez, la llegada de la quincena, caminé
a casa con la misma alegría que John Travolta lo hacía hacia los congales en
sábado por la noche.
Desafortunadamente
las cosas nunca salen como uno las imagina y el día esperado, al pretender
apersonarme frente al cajero automático, lo único que encontré fue una fila
similar a las que se forman cuando los necesitados se dirigen a recoger dádivas
gubernamentales. Me sentí golpeado por la ira del Señor. Por fin, luego de
ochenta y tres minutos que calculé con la misma agilidad que un doctor en
matemáticas, pude llegar al armatoste sólo para encontrarme con la novedad que
el dinero se había agotado y que debía pasar al cajero más próximo, situación
que por ningún motivo iba a ser permitida por quienes iban detrás de mí. Tras
pensar seriamente en un levantamiento armado que pusiera las cosas en orden,
preferí utilizar el método pacifista más efectivo en este país: cerrar el hocico,
bajar la mirada, fingirme pendejo y en un descuido, agandallar el cajero. Así,
luego de noventa y dos minutos, por fin pude experimentar la sensación de
recoger mi dinero.
El
hecho en sí mismo me hace pensar que la modernidad no es más que una piedra en
el zapato que luego de un tiempo se convierte en un grillete y después en un
adorno del que nos sentimos orgullosos hasta la presunción.
* * *
Hace
unos días el joven cartero se aproximó hasta la puerta de la casa para
ofrecerme un sobre que sólo podía traer malos presagios. En el pasado, los
carteros eran agoreros que cargaban en sus morrales la esperanza y la felicidad.
La modernidad también ha liquidado ese hecho. Ahora estos personajes se han
vuelto temidos al ser los más fieles intermediarios entre las instituciones
bancarias y los mortales. Pero qué le vamos a hacer si ellos lo único que hacen es tratar de
mantener su oficio al filo de la supervivencia.
Ya
en la comodidad de mi sillón abrí el sobre y descubrí una carta en la que se me
notificaba pasar a la sucursal donde había aperturado mi cuenta con la finalidad de hacer una actualización de
datos. Algo de rutina, según pude entender. Como mi relación con las instituciones
bancarias nunca ha sido sana y cada vez que recibo este tipo de notificaciones
parece enfermarse más, tomé la decisión de liquidar definitivamente mi relación con ellos.
Para
mi desgracia el sistema bancario está hecho con la finalidad de que uno solito
se apriete el nudo de la soga en caso de arrepentir su suicidio. Así que no
sólo no me he atrevido a cancelar mi cuenta, ni he terminado la famosa
actualización de datos, sino que ahora mismo me encuentro en la encrucijada de
hacerme de una tarjeta de crédito que me deje en la banca rota en unos años o
bien, comprar un seguro de vida que le asegure el bienestar a mis deudos. El
problema es que no he presupuestado morirme en los siguentes 365 días, aunque
eso, el banco se encarga de pensarlo por uno. Así que entre la disertación
sobre si fue primero el huevo o la gallina, me dispongo a hacer una nueva fila
que no me traerá nada bueno.
Al
momento de comenzar a escribir este texto me siento como en una tienda de raya
porfiriana, aunque en lugar de comprar trigo y frijoles, esté a punto de
adquirir la llave plástica a los mejores servicios clase premier. Ya tendré
tiempo de lamentar mi decisión. Por ahora, sólo me concentraré en seguir el
hilo de este texto y maldecir a las instituciones bancarias, que al final, es lo único que nos queda a los deudores.