sábado, 11 de abril de 2015

¡Aguas, no viene la tira!




Es sábado y en la estación del metro Buenavista huele a rock. También huele a sudor, a tabaco rancio, a tenis de lona sin asear, a mariguana quemada y a alcohol, a piel quemada por el sol, pero sobre todo huele a rock. Que no quede la menor duda. Me acomodo los libros bajo el brazo y trato de no perder detalle de aquella pasarela de la que me he ido alejando a fuerza de asear mis tenis cada semana, de cambiarme a diario la playera, de abstenerme de usar pantalones rotos y de salir a leer poesía tres o cuatro veces al año. Esta vez toca en el Café Voltaire, lugar que alberga el taller de creación literaria En el Borde, de R. Israel Miranda, artífice motivacional de los únicos versos que he podido armar en toda mi vida.

A mi lado pasan dos mozalbetes caminando a prisa. Uno de ellos, que lleva una playera de Nirvana, me empuja al tiempo que pide permiso para pasar. Apenas puedo reaccionar para no trastabillar. Los radares que viven en los vellos de mis brazos se activan de inmediato. Metros adelante un grupo de policías comienza su andar hacia los torniquetes donde forman una fila que intenta imponer su presencia ante las decenas de jóvenes que ahí se agrupan: pantalones rotos, playeras negras, estoperoles, cabezas con cabelleras largas o rapadas o de las dos, tenis o botas con casquillo, pulseras, cadenas y muchos tatuajes. Todos tan parecidos y al mismo tiempo diferentes entre sí. Unos todavía intentan conseguir alguna playerita, un disco, una calcomanía, un toque para el camino. La mitad de los policías ingresan al andén por la puerta mientras los otros encapsulan a los jóvenes para que boleto en mano puedan seguir el camino de regreso.

Minutos después, mientras el convoy avanza con dirección a la estación Guerrero, identifico nuevamente a los jovencitos quienes discuten con tres sujetos mucho más huevudos y con aspecto de chacas. Uno, barbado, de cabeza rapada, mal tatuado de los brazos, intenta arrebatarle una bolsa al que trae la playera de Nirvana, quien se resiste apretándola contra la panza. Las puertas del vagón se abren y cuando los chicos intentan salir, los tres sujetos se los impiden. Amenazan. El otro muchacho busca ayuda en las miradas de las personas que ponen atención en la escena. Sólo consigue lástima, La gente nos hemos vuelto espectadores de la violencia como si al sustraernos pudiéramos evitarla. Se cierran las puertas y el convoy avanza. La discusión sube de tono. Los tres chacas comienzan a sapear a los chicos intimidándolos. Por fin, el de la cabeza rapada, logra zafarle la bolsa al de la playera de Nirvana mientras los otros dos bolsean a su amigo para quitarle el teléfono y el dinero. Al abrirse las puertas la gente se empuja queriendo salir, tratan de alejarse de esa incómoda situación sin intervenir para solucionarla. A mi paso encuentro a un policía que está muy entretenido con su celular. Le hago saber lo que está pasando pero con la indiferencia que caracteriza a los de su clase me dice que está sólo, sin refuerzos, aunque tiene un radio que se rehúsa a usar porque su vida transcurre en deslizar los dedos para acariciar la pantalla del teléfono.

En las escaleras eléctricas los chacas de plano comienzan a patear a los muchachos. Alguna persona, con los suficientes cojones para encararlos, les exige que dejen en paz a los chicos pero la reacción de los otros es arremeter con bravuconería contra el señor quien apenas alcanza a lanzar un puñetazo al aire antes de que una cascada de madrazos le caiga en el cuerpo. No resisto más y me meto. Por la espalda, no por cobardía sino por mero recurso de superviviencia, pateo en la cara al que está golpeando al señor. A pesar del calzado siemto algo crujir en el empeine del pie. De inmediato me alejo unos pasos para esperar el ataque de los otros dos tipos aunque no hay necesidad pues en ese momento un par de hombres entran al quite encarando a los otros al tiempo que la gente exige la legalidad del “uno a uno”. Al que pateé ya se encuentra frente a mí con la boca y nariz sangrantes. Tiro un golpe y a cambio recibo dos. Tiro otro que se estrella justo contra su nariz y a cambio recibo tres que se sacuden mis mejillas. Tengo muy mala guardia. Obsequio mis mejores patadas e instantáneamente recibo respuesta. La verdad me autoproclamo un imbécil para pelear.

Alguien con la mesura suficiente para intervenir como mediador se interpone entre ambos mientras la gente exige sangre. El chico con la playera de Nirvana habla con las personas y les hace saber que los bravucones los acaban de asaltar. La gente cambia la exigencia y ahora piden que la policía se haga cargo. Puede más la intimidación multitudinaria que la respuesta eficaz de quienes tendrían que estar dirimiendo esa penosa situación. Los chacas aprocehcan la confusión para escabullirse entre la gente mientras los muchachos intentan recuperar sus cosas. La gente comienza a dispersarse y la policía que es “una puta lenta y obesa” que nunca llega. Tomo la decisión de seguir mi camino sin despedirme de los muchachitos quienes parecen estar conformes con la huida temerosa de los tres asaltantes.

Dirijo los pasos hacia donde las personas buscan transbordar rumbo a Bellas Artes. Aún traigo la boca seca y un calor ardiente en las mejillas. Mi corazón es un solo de batería que no cesa y mis piernas dos cables que reventarán en cualquier momento. Mientras espero un nuevo tren, mi ángel y mi diablo, discuten sobre mi hombro. Se contradicen. ¿Por qué nunca puede valerme un comino lo que pasa a mi alrededor? ¿Por qué no le di dos patadas en vez de una? ¿Por qué no insistí al policía hacer su trabajo? ¿Por qué me están deteniendo a mí? No, no hay confusión, ni es parte de mi imaginación. Cuatro policías entre ellos una mujer comienzan a encararme. La mujer exige mi identificación. Esa maldita costumbre mía de siempre querer pasar desapercibido. Ante mi negativa la mujer se compadece de mi suerte al tiempo que trato de hacerle ver que se equivocaron de persona, que yo sólo traté de ayudar a los chicos. ¿Alguna vez has discutido con un policía? Es más fácil darte a entender con un tarado o un fantasma antes que ellos logren descifrar un argumento. Mi última opción es hacerle ver que los libros que llevo bajo el brazo son mi única carta de presentación. ¿De plano soy tan estúpido para creer que dos libros podrá expiarme de esos demonios?

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Al momento de pensar el inicio de este texto paseo en el asiento trasero de una patrulla. La sonrisa dibujada en mi cara se irá desvaneciendo en las próximas 23 horas, tiempo en que mi estancia en el Ministerio Público me hará pensar en la inexistencia del valor de la amistad y la unión familiar. Decidiré establecer un distanciamiento notable con la sociedad y pasará un buen tiempo antes que decida salir nuevamente a la calle. Mi temor a los policías se unirá a mis fobias por los robachicos, el Coco, los políticos y los testigos de Jehová. Pasarán apenas un par de días para comenzar a enterarme de las atrocidades policiacas dirigidas a amigos cercanos. Las redes sociales y los medios de información darán cuenta de la cobardía con que los policías enfrentan a los amos y señores del Metro (vagoneros y delincuentes) y al final estableceré como bandera reconfortante el dicho que versa: "mal de muchos, consuelo de tontos."

P.D. Al final ante la carencia de dinero en mis bolsillos, la falta de respuesta de mis amigos y familiares y la ausencia de un abogado digno, los libros resultaron mi salvación. ¿Quién lo diría? Un Agente del Ministerio Público que lee.