Es
sábado y en la estación del metro Buenavista huele a rock. También huele a
sudor, a tabaco rancio, a tenis de lona sin asear, a mariguana quemada y a
alcohol, a piel quemada por el sol, pero sobre todo huele a rock.
Que no quede la menor duda. Me acomodo los libros bajo el brazo y trato de no
perder detalle de aquella pasarela de la que me he ido alejando a
fuerza de asear mis tenis cada semana, de cambiarme a diario la playera, de abstenerme de usar pantalones rotos y de salir a leer poesía tres o cuatro veces al año. Esta
vez toca en el Café Voltaire, lugar que alberga el taller de creación literaria En
el Borde, de R. Israel Miranda, artífice motivacional de los únicos versos que
he podido armar en toda mi vida.
A
mi lado pasan dos mozalbetes caminando a prisa. Uno de ellos, que lleva
una playera de Nirvana, me empuja al tiempo que pide permiso para pasar. Apenas
puedo reaccionar para no trastabillar. Los radares que viven en los vellos de mis brazos se activan de inmediato. Metros adelante un grupo de policías
comienza su andar hacia los torniquetes donde forman una fila que intenta imponer su presencia
ante las decenas de jóvenes que ahí se agrupan: pantalones rotos, playeras
negras, estoperoles, cabezas con cabelleras largas o rapadas o de las dos, tenis
o botas con casquillo, pulseras, cadenas y muchos tatuajes. Todos tan parecidos
y al mismo tiempo diferentes entre sí. Unos todavía intentan conseguir alguna
playerita, un disco, una calcomanía, un toque para el camino. La mitad de los
policías ingresan al andén por la puerta mientras los otros encapsulan a los jóvenes para que boleto
en mano puedan seguir el camino de regreso.
Minutos
después, mientras el convoy avanza con dirección a la estación Guerrero,
identifico nuevamente a los jovencitos quienes discuten con tres
sujetos mucho más huevudos y con aspecto de chacas. Uno, barbado, de cabeza rapada, mal tatuado de
los brazos, intenta arrebatarle una bolsa al que trae la
playera de Nirvana, quien se resiste apretándola contra la panza. Las puertas
del vagón se abren y cuando los chicos intentan salir, los tres sujetos se los
impiden. Amenazan. El otro muchacho busca ayuda en las miradas de las personas
que ponen atención en la escena. Sólo consigue lástima, La gente nos hemos
vuelto espectadores de la violencia como si al sustraernos pudiéramos evitarla. Se cierran las puertas y el convoy avanza. La discusión sube
de tono. Los tres chacas comienzan a sapear a los chicos intimidándolos. Por
fin, el de la cabeza rapada, logra zafarle la bolsa al de la playera de Nirvana mientras los otros dos bolsean a su amigo para quitarle el teléfono y el dinero. Al abrirse las puertas la gente se empuja queriendo salir, tratan de alejarse de esa incómoda situación sin intervenir para solucionarla. A mi paso encuentro a un policía que está muy entretenido con su
celular. Le hago saber lo que está pasando pero con la indiferencia que
caracteriza a los de su clase me dice que está sólo, sin refuerzos, aunque
tiene un radio que se rehúsa a usar porque su vida transcurre en deslizar los dedos para acariciar la pantalla del teléfono.
En
las escaleras eléctricas los chacas de plano comienzan a patear a los muchachos. Alguna persona, con los suficientes cojones para
encararlos, les exige que dejen en paz a los chicos pero la reacción de los
otros es arremeter con bravuconería contra el señor quien apenas alcanza a lanzar un puñetazo
al aire antes de que una cascada de madrazos le caiga en el cuerpo. No resisto más
y me meto. Por la espalda, no por cobardía sino por mero recurso de superviviencia, pateo en la cara al que está golpeando al señor. A pesar del calzado siemto algo crujir en el empeine del pie. De
inmediato me alejo unos pasos para esperar el ataque de los otros dos tipos aunque no hay
necesidad pues en ese momento un par de hombres entran al quite encarando a los
otros al tiempo que la gente exige la legalidad del “uno a uno”. Al que
pateé ya se encuentra frente a mí con la boca y nariz sangrantes. Tiro un golpe
y a cambio recibo dos. Tiro otro que se estrella justo contra su nariz y a cambio recibo tres que se sacuden mis mejillas. Tengo muy mala guardia. Obsequio mis mejores patadas e instantáneamente recibo
respuesta. La verdad me autoproclamo un imbécil para pelear.
Alguien
con la mesura suficiente para intervenir como mediador se interpone entre ambos
mientras la gente exige sangre. El chico con la playera de Nirvana habla con
las personas y les hace saber que los bravucones los acaban de asaltar. La
gente cambia la exigencia y ahora piden que la policía se haga cargo. Puede más
la intimidación multitudinaria que la respuesta eficaz de quienes tendrían que
estar dirimiendo esa penosa situación. Los chacas aprocehcan la confusión para escabullirse
entre la gente mientras los muchachos intentan recuperar sus cosas. La gente comienza a dispersarse y la policía que es “una puta lenta y
obesa” que nunca llega. Tomo la decisión de seguir mi camino sin despedirme de
los muchachitos quienes parecen estar conformes con la huida temerosa de los
tres asaltantes.
Dirijo
los pasos hacia donde las personas buscan transbordar rumbo a Bellas Artes. Aún
traigo la boca seca y un calor ardiente en las mejillas. Mi corazón
es un solo de batería que no cesa y mis piernas dos cables que reventarán
en cualquier momento. Mientras espero un nuevo tren, mi ángel y mi diablo,
discuten sobre mi hombro. Se contradicen. ¿Por qué nunca puede valerme un
comino lo que pasa a mi alrededor? ¿Por qué no le di dos patadas en vez de una? ¿Por
qué no insistí al policía hacer su trabajo? ¿Por qué me están deteniendo a mí? No,
no hay confusión, ni es parte de mi imaginación. Cuatro policías entre ellos una
mujer comienzan a encararme. La mujer exige mi identificación. Esa maldita
costumbre mía de siempre querer pasar desapercibido. Ante mi negativa la mujer se compadece de mi suerte al tiempo que trato de hacerle ver que se equivocaron de persona, que yo sólo traté de ayudar a los chicos.
¿Alguna vez has discutido con un policía? Es más fácil darte a entender con
un tarado o un fantasma antes que ellos logren descifrar un argumento. Mi última opción es hacerle ver que los
libros que llevo bajo el brazo son mi única carta de presentación. ¿De plano
soy tan estúpido para creer que dos libros podrá expiarme de esos demonios?
* * *
Al momento de pensar el inicio de este texto paseo en el asiento trasero de una patrulla. La sonrisa dibujada en mi cara se irá desvaneciendo en las próximas 23 horas, tiempo en que mi estancia en el Ministerio Público me hará pensar en la inexistencia del valor de la amistad y la unión familiar. Decidiré establecer un distanciamiento notable con la sociedad y pasará un buen tiempo antes que decida salir nuevamente a la calle. Mi temor a los policías se unirá a mis fobias por los robachicos, el Coco, los políticos y los testigos de Jehová. Pasarán apenas un par de días para comenzar a enterarme de las atrocidades policiacas dirigidas a amigos cercanos. Las redes sociales y los medios de información darán cuenta de la cobardía con que los policías enfrentan a los amos y señores del Metro (vagoneros y delincuentes) y al final estableceré como bandera reconfortante el dicho que versa: "mal de muchos, consuelo de tontos."
P.D.
Al final ante la carencia de dinero en mis bolsillos, la falta de respuesta de mis amigos y familiares y la ausencia de un abogado digno, los libros resultaron mi salvación. ¿Quién lo diría? Un Agente del
Ministerio Público que lee.