La
controversia generada por los comentarios de un señor que es gringo, millonario
y tiene cabeza de muñeca arrumbada, está llegando a proporciones risibles como
divertidas son nuestras reacciones. Los medios de comunicación se mantienen
atentos a su bocota y basta que escupa la primera idiotez para que tres cuartas
partes de México reaccionen con furia. En las redes sociales el efecto se
adereza con saña ridiculizando a un ser que en sí mismo ya es una mala caricatura
pero a la que nos aferramos a prestar atención. ¿Será que los comentarios de
Donald Trump en realidad calan en lo más profundo de nuestro ego o únicamente
proyectan la frustración que sentimos por ser un pueblo que calla en nombre de
lo políticamente correcto, cuando en realidad lo hacemos por falta agallas?
Nadie puede negar que quisiera decir lo mismo en contra de los gringos y que ellos
se indignaran de la misma forma amenazando con una guerra nuclear por gritarles
sus verdades. Desafortunadamente eso no va a pasar porque nosotros no
necesitamos ofender a los gringos recordándoles su doble moral, su conocida
adicción a la violencia, a generar guerras, a las drogas, así como sus
mecanismos para hacer que el mundo se arrodille a sus pies, sin olvidar sus
horrendas películas que al final terminamos consumiendo con beneplácito apenas
aparecen en pantalla. Y no necesitamos ofenderlos porque tenemos nuestros
propios mecanismos para hacer gala de la humillación y el menosprecio. Casos
puedo citar muchos pero me viene a la mente el más reciente: “México abre las
puertas a refugiados sirios.” La noticia, que en el mundo también ha generado
polémica, dice mucho de lo que somos como humanos. Aquí en México los que
semanas atrás se quejaron por las declaraciones de Donald Trump reaccionaron de
inmediato al exigir que antes de traer más gente a este país se mejoren las
condiciones de quienes ya estamos aquí porque no es posible que se esté
pensando en el bienestar de los extranjeros cuando a nosotros mismos nos está
llevando la tristeza, por decir lo menos. En ese mismo tenor, me entero que
algunas universidades importantes abrirán algunos lugares para que
universitarios sirios concluyan sus estudios, entonces, los mismos que se
indignaban por el veneno lanzado por el magnate gringo no tardaron en volcarse
contra dicha iniciativa exigiendo que primero se acomode a los miles de jóvenes
mexicanos que urgen por ingresar a la universidad. Luego, encontramos la imagen
de un niño de tres años muerto a la orilla de una playa y se nos hace un nudo
en la garganta que nos orilla a volcarnos a las redes sociales para exigir
justicia pero se nos olvida que en México tenemos un pendiente por resolver:
los niños de la guardería ABC también siguen esperando el castigo para los
responsables de su muerte. También se nos olvida que hace poco menos de un año 43
estudiantes fueron desaparecidos, que meses después 17 ancianos murieron
calcinados, que en el estado de México casi diario hay mujeres vejadas y asesinadas,
que la guerra contra el narco lleva una cantidad incontable de muertos y que
nosotros sólo nos mantenemos como espectadores porque es de chairos andar
exigiendo justicia por las calles así que mejor lo hacemos desde la comodidad y
anonimato de la red. Personalmente no me interesan los dichos del señor Trump
como en su momento tampoco me importaron las habladurías de Pit Wilson.
Reconozco que pocas veces he leído una nota completa sobre el circo montado por
el payaso del tupé pero a cambio, diariamente, seguiré viendo como mis
compatriotas sacan lo peor de su racismo cerrándole la puerta en la cara a decenas
de migrantes que recorren las calles de la colonia buscando un poco de comida
que los mantenga en pie para seguir su camino hacia la frontera norte. Es
curioso que los dichos de un señor, al que evidentemente le faltan neuronas, provoquen
semejantes reacciones entre quienes siguen sus pasos de este lado de la
frontera humillando a los guatemaltecos, salvadoreños, hondureños, nahuas, mixes,
otomíes, mayas, tarahumaras o cualquier otro que se encuentre en una situación menos
favorable. Aunque nos duela reconocerlo, somos iguales que Donald Trump, sólo
que él escupe su odio a micrófono abierto mientras nosotros lo hacemos evidente
haciéndonos pendejos frente a la realidad que estamos viviendo. Pero que no se
nos olvide que si las condiciones políticas, económicas y de seguridad siguen
por la ruta en que hemos permitido, pronto nos veremos en la necesidad de
seguir a otros compatriotas que han preferido escapar de las exclusiones a las
que los hemos sometido. Así que antes que nuestro racismo nos cobre factura
repensemos ese dicho que nos vuelve candil de la calle y oscuridad en nuestra
patria.
sábado, 12 de septiembre de 2015
martes, 21 de julio de 2015
Dolores bancarios
Mi
relación con las instituciones bancarias nunca ha sido sana pero en los últimos
años ha empeorado a un grado enfermizo. La idea de pisar una sucursal
únicamente para ir a recoger el producto económico de mi trabajo, me parece tristísima. Ya tengo bastante con soportar lo que hago para ganarme la vida como para todavía tener
que hacer una fila para recoger mi dinero. Así es la méndiga modernidad.
Algún
día me sugirieron aperturar (palabreja
que primero me parece mamalona, y luego lamentable) una cuenta de débito para
que pudiera evitarme la crueldad de hacer fila en los bancos. Como poseo la
extraña cualidad de hacerle caso a todos esos pelagatos que parecen más inteligentes
que yo, no dudé en dirigir mis pasos al banco más cercano y con ello dar
solución al problema número uno de mi existencia.
Una
vez ahí, un joven con peinado de morita y lentes de pasta color blanco, me
recibió gustoso. Tras preguntarme con amabilidad qué demonios deseaba un
desarrapado como yo en un recinto como ese, me obsequió un turno y me envió a
una fila compuesta por gente de la tercera edad que se quejaba por el indigno
trato. En ese momento preferí fingir sordera y poner mi existencia en color
rosa. Después de cuarenta minutos que me parecieron una temporada en el cuarto
círculo del infierno de Dante, una señorita buenona me invitó a pasar a su
cubículo donde escuchó con cierta desesperación el motivo que me tenía lloriqueando
frente a ella. ¿Lleva prisa, Señor? Aperturar su cuenta
nos tomará unos minutitos. Como respuesta le ofrecí la
mejor de mis sonrisas y me resisgné a ser timado nuevamente.
Luego
de someterme de forma imperturbable a una indagatoria casi judicial en la que sorpresivamente
también se me preguntó la dirección donde se escuchó mi primer llanto, la
buenona me entregó el equivalente a un kilo de impresiones que me ordenó leer,
entender y posterioremente firmar, si es que estaba de acuerdo con lo
estipulado. Me arrepentí de no haber pagado por el curso de lectura rápida que promete
el don de leer una enciclopedia en medio día, así que apenas eché una ojeada a cada
hoja y fingiendo la misma seguridad que Bruce Willis cuando va a salvar el
planeta, firmé todas las hojas.
Con
mi tarjeta en mano y esperando cual godínez, la llegada de la quincena, caminé
a casa con la misma alegría que John Travolta lo hacía hacia los congales en
sábado por la noche.
Desafortunadamente
las cosas nunca salen como uno las imagina y el día esperado, al pretender
apersonarme frente al cajero automático, lo único que encontré fue una fila
similar a las que se forman cuando los necesitados se dirigen a recoger dádivas
gubernamentales. Me sentí golpeado por la ira del Señor. Por fin, luego de
ochenta y tres minutos que calculé con la misma agilidad que un doctor en
matemáticas, pude llegar al armatoste sólo para encontrarme con la novedad que
el dinero se había agotado y que debía pasar al cajero más próximo, situación
que por ningún motivo iba a ser permitida por quienes iban detrás de mí. Tras
pensar seriamente en un levantamiento armado que pusiera las cosas en orden,
preferí utilizar el método pacifista más efectivo en este país: cerrar el hocico,
bajar la mirada, fingirme pendejo y en un descuido, agandallar el cajero. Así,
luego de noventa y dos minutos, por fin pude experimentar la sensación de
recoger mi dinero.
El
hecho en sí mismo me hace pensar que la modernidad no es más que una piedra en
el zapato que luego de un tiempo se convierte en un grillete y después en un
adorno del que nos sentimos orgullosos hasta la presunción.
* * *
Hace
unos días el joven cartero se aproximó hasta la puerta de la casa para
ofrecerme un sobre que sólo podía traer malos presagios. En el pasado, los
carteros eran agoreros que cargaban en sus morrales la esperanza y la felicidad.
La modernidad también ha liquidado ese hecho. Ahora estos personajes se han
vuelto temidos al ser los más fieles intermediarios entre las instituciones
bancarias y los mortales. Pero qué le vamos a hacer si ellos lo único que hacen es tratar de
mantener su oficio al filo de la supervivencia.
Ya
en la comodidad de mi sillón abrí el sobre y descubrí una carta en la que se me
notificaba pasar a la sucursal donde había aperturado mi cuenta con la finalidad de hacer una actualización de
datos. Algo de rutina, según pude entender. Como mi relación con las instituciones
bancarias nunca ha sido sana y cada vez que recibo este tipo de notificaciones
parece enfermarse más, tomé la decisión de liquidar definitivamente mi relación con ellos.
Para
mi desgracia el sistema bancario está hecho con la finalidad de que uno solito
se apriete el nudo de la soga en caso de arrepentir su suicidio. Así que no
sólo no me he atrevido a cancelar mi cuenta, ni he terminado la famosa
actualización de datos, sino que ahora mismo me encuentro en la encrucijada de
hacerme de una tarjeta de crédito que me deje en la banca rota en unos años o
bien, comprar un seguro de vida que le asegure el bienestar a mis deudos. El
problema es que no he presupuestado morirme en los siguentes 365 días, aunque
eso, el banco se encarga de pensarlo por uno. Así que entre la disertación
sobre si fue primero el huevo o la gallina, me dispongo a hacer una nueva fila
que no me traerá nada bueno.
Al
momento de comenzar a escribir este texto me siento como en una tienda de raya
porfiriana, aunque en lugar de comprar trigo y frijoles, esté a punto de
adquirir la llave plástica a los mejores servicios clase premier. Ya tendré
tiempo de lamentar mi decisión. Por ahora, sólo me concentraré en seguir el
hilo de este texto y maldecir a las instituciones bancarias, que al final, es lo único que nos queda a los deudores.
domingo, 28 de junio de 2015
Rostros en la oscuridad. Pamboleras
Un video donde tres colaboradoras de ROSTROS EN LA OSCURIDAD. PAMBOLERAS nos hablan sobre su experiencia con el proyecto.
sábado, 11 de abril de 2015
¡Aguas, no viene la tira!
Es
sábado y en la estación del metro Buenavista huele a rock. También huele a
sudor, a tabaco rancio, a tenis de lona sin asear, a mariguana quemada y a
alcohol, a piel quemada por el sol, pero sobre todo huele a rock.
Que no quede la menor duda. Me acomodo los libros bajo el brazo y trato de no
perder detalle de aquella pasarela de la que me he ido alejando a
fuerza de asear mis tenis cada semana, de cambiarme a diario la playera, de abstenerme de usar pantalones rotos y de salir a leer poesía tres o cuatro veces al año. Esta
vez toca en el Café Voltaire, lugar que alberga el taller de creación literaria En
el Borde, de R. Israel Miranda, artífice motivacional de los únicos versos que
he podido armar en toda mi vida.
A
mi lado pasan dos mozalbetes caminando a prisa. Uno de ellos, que lleva
una playera de Nirvana, me empuja al tiempo que pide permiso para pasar. Apenas
puedo reaccionar para no trastabillar. Los radares que viven en los vellos de mis brazos se activan de inmediato. Metros adelante un grupo de policías
comienza su andar hacia los torniquetes donde forman una fila que intenta imponer su presencia
ante las decenas de jóvenes que ahí se agrupan: pantalones rotos, playeras
negras, estoperoles, cabezas con cabelleras largas o rapadas o de las dos, tenis
o botas con casquillo, pulseras, cadenas y muchos tatuajes. Todos tan parecidos
y al mismo tiempo diferentes entre sí. Unos todavía intentan conseguir alguna
playerita, un disco, una calcomanía, un toque para el camino. La mitad de los
policías ingresan al andén por la puerta mientras los otros encapsulan a los jóvenes para que boleto
en mano puedan seguir el camino de regreso.
Minutos
después, mientras el convoy avanza con dirección a la estación Guerrero,
identifico nuevamente a los jovencitos quienes discuten con tres
sujetos mucho más huevudos y con aspecto de chacas. Uno, barbado, de cabeza rapada, mal tatuado de
los brazos, intenta arrebatarle una bolsa al que trae la
playera de Nirvana, quien se resiste apretándola contra la panza. Las puertas
del vagón se abren y cuando los chicos intentan salir, los tres sujetos se los
impiden. Amenazan. El otro muchacho busca ayuda en las miradas de las personas
que ponen atención en la escena. Sólo consigue lástima, La gente nos hemos
vuelto espectadores de la violencia como si al sustraernos pudiéramos evitarla. Se cierran las puertas y el convoy avanza. La discusión sube
de tono. Los tres chacas comienzan a sapear a los chicos intimidándolos. Por
fin, el de la cabeza rapada, logra zafarle la bolsa al de la playera de Nirvana mientras los otros dos bolsean a su amigo para quitarle el teléfono y el dinero. Al abrirse las puertas la gente se empuja queriendo salir, tratan de alejarse de esa incómoda situación sin intervenir para solucionarla. A mi paso encuentro a un policía que está muy entretenido con su
celular. Le hago saber lo que está pasando pero con la indiferencia que
caracteriza a los de su clase me dice que está sólo, sin refuerzos, aunque
tiene un radio que se rehúsa a usar porque su vida transcurre en deslizar los dedos para acariciar la pantalla del teléfono.
En
las escaleras eléctricas los chacas de plano comienzan a patear a los muchachos. Alguna persona, con los suficientes cojones para
encararlos, les exige que dejen en paz a los chicos pero la reacción de los
otros es arremeter con bravuconería contra el señor quien apenas alcanza a lanzar un puñetazo
al aire antes de que una cascada de madrazos le caiga en el cuerpo. No resisto más
y me meto. Por la espalda, no por cobardía sino por mero recurso de superviviencia, pateo en la cara al que está golpeando al señor. A pesar del calzado siemto algo crujir en el empeine del pie. De
inmediato me alejo unos pasos para esperar el ataque de los otros dos tipos aunque no hay
necesidad pues en ese momento un par de hombres entran al quite encarando a los
otros al tiempo que la gente exige la legalidad del “uno a uno”. Al que
pateé ya se encuentra frente a mí con la boca y nariz sangrantes. Tiro un golpe
y a cambio recibo dos. Tiro otro que se estrella justo contra su nariz y a cambio recibo tres que se sacuden mis mejillas. Tengo muy mala guardia. Obsequio mis mejores patadas e instantáneamente recibo
respuesta. La verdad me autoproclamo un imbécil para pelear.
Alguien
con la mesura suficiente para intervenir como mediador se interpone entre ambos
mientras la gente exige sangre. El chico con la playera de Nirvana habla con
las personas y les hace saber que los bravucones los acaban de asaltar. La
gente cambia la exigencia y ahora piden que la policía se haga cargo. Puede más
la intimidación multitudinaria que la respuesta eficaz de quienes tendrían que
estar dirimiendo esa penosa situación. Los chacas aprocehcan la confusión para escabullirse
entre la gente mientras los muchachos intentan recuperar sus cosas. La gente comienza a dispersarse y la policía que es “una puta lenta y
obesa” que nunca llega. Tomo la decisión de seguir mi camino sin despedirme de
los muchachitos quienes parecen estar conformes con la huida temerosa de los
tres asaltantes.
Dirijo
los pasos hacia donde las personas buscan transbordar rumbo a Bellas Artes. Aún
traigo la boca seca y un calor ardiente en las mejillas. Mi corazón
es un solo de batería que no cesa y mis piernas dos cables que reventarán
en cualquier momento. Mientras espero un nuevo tren, mi ángel y mi diablo,
discuten sobre mi hombro. Se contradicen. ¿Por qué nunca puede valerme un
comino lo que pasa a mi alrededor? ¿Por qué no le di dos patadas en vez de una? ¿Por
qué no insistí al policía hacer su trabajo? ¿Por qué me están deteniendo a mí? No,
no hay confusión, ni es parte de mi imaginación. Cuatro policías entre ellos una
mujer comienzan a encararme. La mujer exige mi identificación. Esa maldita
costumbre mía de siempre querer pasar desapercibido. Ante mi negativa la mujer se compadece de mi suerte al tiempo que trato de hacerle ver que se equivocaron de persona, que yo sólo traté de ayudar a los chicos.
¿Alguna vez has discutido con un policía? Es más fácil darte a entender con
un tarado o un fantasma antes que ellos logren descifrar un argumento. Mi última opción es hacerle ver que los
libros que llevo bajo el brazo son mi única carta de presentación. ¿De plano
soy tan estúpido para creer que dos libros podrá expiarme de esos demonios?
* * *
Al momento de pensar el inicio de este texto paseo en el asiento trasero de una patrulla. La sonrisa dibujada en mi cara se irá desvaneciendo en las próximas 23 horas, tiempo en que mi estancia en el Ministerio Público me hará pensar en la inexistencia del valor de la amistad y la unión familiar. Decidiré establecer un distanciamiento notable con la sociedad y pasará un buen tiempo antes que decida salir nuevamente a la calle. Mi temor a los policías se unirá a mis fobias por los robachicos, el Coco, los políticos y los testigos de Jehová. Pasarán apenas un par de días para comenzar a enterarme de las atrocidades policiacas dirigidas a amigos cercanos. Las redes sociales y los medios de información darán cuenta de la cobardía con que los policías enfrentan a los amos y señores del Metro (vagoneros y delincuentes) y al final estableceré como bandera reconfortante el dicho que versa: "mal de muchos, consuelo de tontos."
P.D.
Al final ante la carencia de dinero en mis bolsillos, la falta de respuesta de mis amigos y familiares y la ausencia de un abogado digno, los libros resultaron mi salvación. ¿Quién lo diría? Un Agente del
Ministerio Público que lee.
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