lunes, 21 de julio de 2014

Fotografía



Existe un lugar en el que suelo refugiarme cada vez que Marisol se va de casa. Es un sitio pequeño y sucio. Siempre pido la misma mesa, la que está en el rincón muy cerca de la única ventana que puede abrirse. Me gusta sentarme aquí porque no fumo, porque es el lugar más alejado del barullo y porque mi presencia en esta mesa me ha vuelto una especie de sujeto extraño, un imán para las bailarinas ojeadoras de carteras que trabajan como chicas de variedad.

El lugar está casi vacío. En la pista baila una joven desnuda. Su cara me hace pensar que es menor de edad.

Saco mi libreta.

Un mesero, el mismo mesero de siempre, arriba solícito. A pesar de que le ordeno sólo una cerveza, trata de convencerme para que pida alguna de las bebidas caras de la carta. Le hago saber que bebo poco, que estoy ahí por las chicas y no por los tragos, pero él insiste que el show se disfruta mejor con una buena copa. “Sólo una cerveza”, insisto, y él se retira maldiciéndome. Son las cinco de la tarde y en el lugar apenas hay un par de jóvenes grasientos, dos empleados bancarios y un solitario albañil embobado con las nalgas que raudas se pasean frente a sus ojos. A diferencia de otros viernes El forastero está triste. No hay ambiente, no se siente la camaradería y la música está peor de lo habitual.

Hoy he despertado antes de que salga el sol. Me he parado junto a la ventana y desde ahí he visto dormir a Marisol. Aprovechando su inconsciencia le he tomado un montón de fotos desnuda con las que seguramente podré sobrellevar su ausencia. Antes de dormir discutimos y eso me lleva a calcular su regreso hasta dentro de un mes, aunque uno nunca sabe lo que pasará con mujeres como ella. Pero esta vez no la extrañaré como las ocasiones anteriores, su recuerdo proyectado en la pantalla de mi computadora o impreso en papel fotográfico será suficiente para no sufrir su ausencia como ya lo he hecho otras veces.

Llega mi cerveza y con ella la chica desnuda que acaba de bajar de la pista. La invito a sentarse.
Echa una ojeada a mi cuaderno y me pregunta para qué es todo eso que estoy escribiendo.
No lo contesto.

Disfruto ver a Marisol desnuda bajo la regadera, con el cuerpo enjabonado y el agua escurriendo por su espalda formándole una cascada entre las nalgas. Siempre me han dado ganas de ducharme con ella pero no lo acepta. En todos los casos antepone un estúpido discurso sobre la intimidad que he aprendido de memoria y que suelo repasar en silencio mientras la escucho. Ni siquiera me permite enjabonarle la espalda, para eso trae un cepillo que sustituye las maravillas que pueden hacer mis manos.

La chica desnuda comienza a colocarse el sostén. Aprovecho para estudiar su rostro. Sin duda es menor de edad. Mi indiferencia la exaspera y la aleja.

Esta mañana mientras Marisol se bañaba pude revisar tranquilamente su celular. Sé que sale con un muchacho menor que ella, un jovencito límpido que estoy seguro ni siquiera sabe besarla, de lo contrario ella no estaría aquí. Ya ha pasado otras veces pero procuro no darle tanta importancia. Encuentro una vieja fotografía de hace tres o cuatro años. No sé cómo ha llegado a su celular. Conozco la foto porque la tomé yo mismo, en mi casa; de eso hace ya unos años. En la imagen puede verse a Marisol mostrando uno de sus senos. Su rostro refleja una extraña melancolía que no es propia de ella. Por más que intento recordar qué le provocó aquello, me resulta imposible. Me doy tiempo para transferir la foto a mi celular y en un mejor momento pensar sobre ella. Una vez que el sonido del agua ha cesado me encamino a la ventana y desde ahí finjo observar la ciudad. Para entonces el sol estaba muy alto. Marisol es una mujer complicada que sabe mostrar desdén a quien ella cree merecerlo. Hace años que todo ese desprecio me toca a mí. Odio su ritual de vestirse porque una vez puesta la ropa no deja que la toque para no arrugarla. Esta vez no fue la excepción. Le gusta andar siempre impecable.

Cierro la libreta. La bailarina de siempre, la de los pechos pequeños, sube a la pista.
Tomo mi cerveza. Soy un voyeur sin remedio.

Disfruto ver bailar a esa chica desde hace un par de meses. Algo en ella me recuerda a la Marisol de hace unos años, la misma con la que solía divertirme todo el tiempo; la chica que gustaba de mi compañía a pesar de no tener un peso en la bolsa; la que me prefería por encima de todo sólo porque yo era el único capaz de hacerla reír como una idiota. Ahora todo ha cambiado, se parece más a la de la foto que está en su celular, a la mujer depresiva que no es pero que gusta de encerrarse en el baño a llorar nuestros encuentros como si en ello exorcizara alguna culpa.
La chica de los senos pequeños termina su baile. No dudo en invitarla a sentarse conmigo. El mesero se apresura a poner una toalla en la silla. La chica se acomoda. Del mismo modo que la anterior, me pregunta qué es lo que escribo en mi libreta. Le digo que no tiene importancia que me platiqué cómo va su tarde en ese sucio lugar.

La chica comienza a hablar.

Marisol salió de mi casa a las diez de la mañana. Vestía un traje negro y bolsa del mismo color. Llevaba las pantaletas en la mano, dijo que no tenía tiempo de ponérselas porque alguien la estaba esperando. No dije nada, sólo me quedé observándola como el estúpido de siempre. Pude haberla detenido pero no lo hice. Al escucharla bajar las escaleras sentí ganas de correr tras ella y matarla antes de que pudiera llegar a su cita. Me calcé de inmediato y salí tras ella. Apenas pude ver que se subía a un taxi. Hice lo mismo y le pedí al chofer que siguiera al taxi que iba enfrente. Me sentí ridículo, un personaje de telenovela. Ella bajó del vehículo unos metros adelante, frente al Vips en el que suelo desayunar cuando me sobra un poco de dinero. Mientras yo bajaba del otro auto intentando evadir la mirada curiosa del taxista, pude observar que saludaba al jovencito de la foto. Es casi un niño. Ella lo abrazó y antes de sentarse le dio un beso largo que a mí me pareció eterno, de esos que nunca me dio. Estuvieron más de cinco horas en el restaurante, charlando y riendo de quién sabe cuántas tonteras. Sentí envidia. Me senté en la banqueta a esperar que salieran para después verlos perderse en las entrañas de un hotel. Hasta entonces decidí regresar a casa y tomar mi libreta. Pensé necesario dirigirme al Forastero, ese sitio pequeño y pestilente en el que suelo refugiarme cada vez que Marisol se va de casa.

La chica de los senos pequeños me observa consternada. Amenaza con irse si no le pago una fiesta privada. Acepto. La sigo hasta un pequeño privado y deposito los billetes en su mano. Su amor no resulta tan caro, vale la pena pagarlo. Una vez desnudos trato de buscar sus labios pero al igual que Marisol, se niega a besarme en la boca. Todo es tan extraño. La chica se recarga en el sofá y a cambio me ofrece sus nalgas. Mientras la penetro pienso en Marisol, en los días que estuvimos casados, en las horas que gozamos juntos jugando a ser felices para siempre; en el momento en que todo terminó; en la mutua dependencia que nos genera no poder estar juntos; en su fantasma rondando mi memoria cada vez que vengo al Forastero; en la fotografía que está en su celular.

¿Por qué cada que se va de casa me deja algo en qué pensar?

Es urgente sacarla de mi vida.