Existe
un lugar en el que suelo refugiarme cada vez que Marisol se va de casa. Es un
sitio pequeño y sucio. Siempre pido la misma mesa, la que está en el rincón muy
cerca de la única ventana que puede abrirse. Me gusta sentarme aquí porque no
fumo, porque es el lugar más alejado del barullo y porque mi presencia en esta
mesa me ha vuelto una especie de sujeto extraño, un imán para las bailarinas
ojeadoras de carteras que trabajan como chicas de variedad.
El
lugar está casi vacío. En la pista baila una joven desnuda. Su cara me hace
pensar que es menor de edad.
Saco
mi libreta.
Un
mesero, el mismo mesero de siempre, arriba solícito. A pesar de que le ordeno
sólo una cerveza, trata de convencerme para que pida alguna de las bebidas
caras de la carta. Le hago saber que bebo poco, que estoy ahí por las chicas y
no por los tragos, pero él insiste que el show se disfruta mejor con una buena
copa. “Sólo una cerveza”, insisto, y él se retira maldiciéndome. Son las cinco
de la tarde y en el lugar apenas hay un par de jóvenes grasientos, dos
empleados bancarios y un solitario albañil embobado con las nalgas que raudas
se pasean frente a sus ojos. A diferencia de otros viernes El forastero está triste. No hay ambiente, no se siente la
camaradería y la música está peor de lo habitual.
Hoy
he despertado antes de que salga el sol. Me he parado junto a la ventana y
desde ahí he visto dormir a Marisol. Aprovechando su inconsciencia le he tomado
un montón de fotos desnuda con las que seguramente podré sobrellevar su
ausencia. Antes de dormir discutimos y eso me lleva a calcular su regreso hasta
dentro de un mes, aunque uno nunca sabe lo que pasará con mujeres como ella.
Pero esta vez no la extrañaré como las ocasiones anteriores, su recuerdo proyectado
en la pantalla de mi computadora o impreso en papel fotográfico será suficiente
para no sufrir su ausencia como ya lo he hecho otras veces.
Llega
mi cerveza y con ella la chica desnuda que acaba de bajar de la pista. La
invito a sentarse.
Echa una ojeada a mi cuaderno y me pregunta para qué es todo eso que estoy escribiendo.
No lo contesto.
Echa una ojeada a mi cuaderno y me pregunta para qué es todo eso que estoy escribiendo.
No lo contesto.
Disfruto
ver a Marisol desnuda bajo la regadera, con el cuerpo enjabonado y el agua
escurriendo por su espalda formándole una cascada entre las nalgas. Siempre me
han dado ganas de ducharme con ella pero no lo acepta. En todos los casos
antepone un estúpido discurso sobre la intimidad que he aprendido de memoria y
que suelo repasar en silencio mientras la escucho. Ni siquiera me permite
enjabonarle la espalda, para eso trae un cepillo que sustituye las maravillas
que pueden hacer mis manos.
La
chica desnuda comienza a colocarse el sostén. Aprovecho para estudiar su rostro.
Sin duda es menor de edad. Mi indiferencia la exaspera y la aleja.
Esta
mañana mientras Marisol se bañaba pude revisar tranquilamente su celular. Sé
que sale con un muchacho menor que ella, un jovencito límpido que estoy seguro
ni siquiera sabe besarla, de lo contrario ella no estaría aquí. Ya ha pasado
otras veces pero procuro no darle tanta importancia. Encuentro una vieja
fotografía de hace tres o cuatro años. No sé cómo ha llegado a su celular.
Conozco la foto porque la tomé yo mismo, en mi casa; de eso hace ya unos años.
En la imagen puede verse a Marisol mostrando uno de sus senos. Su rostro
refleja una extraña melancolía que no es propia de ella. Por más que intento
recordar qué le provocó aquello, me resulta imposible. Me doy tiempo para
transferir la foto a mi celular y en un mejor momento pensar sobre ella. Una
vez que el sonido del agua ha cesado me encamino a la ventana y desde ahí finjo
observar la ciudad. Para entonces el sol estaba muy alto. Marisol es una mujer
complicada que sabe mostrar desdén a quien ella cree merecerlo. Hace años que
todo ese desprecio me toca a mí. Odio su ritual de vestirse porque una vez
puesta la ropa no deja que la toque para no arrugarla. Esta vez no fue la
excepción. Le gusta andar siempre impecable.
Cierro
la libreta. La bailarina de siempre, la de los pechos pequeños, sube a la
pista.
Tomo mi cerveza. Soy un voyeur sin remedio.
Tomo mi cerveza. Soy un voyeur sin remedio.
Disfruto
ver bailar a esa chica desde hace un par de meses. Algo en ella me recuerda a
la Marisol de hace unos años, la misma con la que solía divertirme todo el
tiempo; la chica que gustaba de mi compañía a pesar de no tener un peso en la
bolsa; la que me prefería por encima de todo sólo porque yo era el único capaz
de hacerla reír como una idiota. Ahora todo ha cambiado, se parece más a la de
la foto que está en su celular, a la mujer depresiva que no es pero que gusta
de encerrarse en el baño a llorar nuestros encuentros como si en ello
exorcizara alguna culpa.
La chica de los senos pequeños termina su baile. No dudo en invitarla a sentarse conmigo. El mesero se apresura a poner una toalla en la silla. La chica se acomoda. Del mismo modo que la anterior, me pregunta qué es lo que escribo en mi libreta. Le digo que no tiene importancia que me platiqué cómo va su tarde en ese sucio lugar.
La chica de los senos pequeños termina su baile. No dudo en invitarla a sentarse conmigo. El mesero se apresura a poner una toalla en la silla. La chica se acomoda. Del mismo modo que la anterior, me pregunta qué es lo que escribo en mi libreta. Le digo que no tiene importancia que me platiqué cómo va su tarde en ese sucio lugar.
La
chica comienza a hablar.
Marisol
salió de mi casa a las diez de la mañana. Vestía un traje negro y bolsa del
mismo color. Llevaba las pantaletas en la mano, dijo que no tenía tiempo de
ponérselas porque alguien la estaba esperando. No dije nada, sólo me quedé
observándola como el estúpido de siempre. Pude haberla detenido pero no lo
hice. Al escucharla bajar las escaleras sentí ganas de correr tras ella y
matarla antes de que pudiera llegar a su cita. Me calcé de inmediato y salí
tras ella. Apenas pude ver que se subía a un taxi. Hice lo mismo y le pedí al
chofer que siguiera al taxi que iba enfrente. Me sentí ridículo, un personaje
de telenovela. Ella bajó del vehículo unos metros adelante, frente al Vips en
el que suelo desayunar cuando me sobra un poco de dinero. Mientras yo bajaba
del otro auto intentando evadir la mirada curiosa del taxista, pude observar que
saludaba al jovencito de la foto. Es casi un niño. Ella lo abrazó y antes de
sentarse le dio un beso largo que a mí me pareció eterno, de esos que nunca me
dio. Estuvieron más de cinco horas en el restaurante, charlando y riendo de
quién sabe cuántas tonteras. Sentí envidia. Me senté en la banqueta a esperar
que salieran para después verlos perderse en las entrañas de un hotel. Hasta
entonces decidí regresar a casa y tomar mi libreta. Pensé necesario dirigirme
al Forastero, ese sitio pequeño y pestilente en el que suelo refugiarme cada
vez que Marisol se va de casa.
La
chica de los senos pequeños me observa consternada. Amenaza con irse si no le
pago una fiesta privada. Acepto. La sigo hasta un pequeño privado y deposito
los billetes en su mano. Su amor no resulta tan caro, vale la pena pagarlo. Una
vez desnudos trato de buscar sus labios pero al igual que Marisol, se niega a
besarme en la boca. Todo es tan extraño. La chica se recarga en el sofá y a
cambio me ofrece sus nalgas. Mientras la penetro pienso en Marisol, en los días
que estuvimos casados, en las horas que gozamos juntos jugando a ser felices
para siempre; en el momento en que todo terminó; en la mutua dependencia que
nos genera no poder estar juntos; en su fantasma rondando mi memoria cada vez que
vengo al Forastero; en la fotografía que está en su celular.
¿Por
qué cada que se va de casa me deja algo en qué pensar?
Es
urgente sacarla de mi vida.